BAILANDO CON LAS ESTRELLAS
Por
Ozmo Piedmont
Journal of the Order of Buddhist Contemplatives
Otoño 2008
Yo era un bailarín durante muchos años en Nueva York. Algunas de mis experiencias más memorables me pasaron mientras estaba bailando, la cual la más importante me ocurrió hacia el final de mi carrera como bailarín cuando todavía estaba en la cima de mis habilidades y fuerzas. Estuve en un cruce de cambio de carrera, pasando del baile a la psicología. Me había despegado a la ilusión de ser famoso o hasta una estrella, y continuaba bailando unos meses más por puro placer. El baile es muy parecido a la meditación. Cuando nos sentamos a meditar, lo hacemos sin expectativa ni apego a lo que vaya a traer o resultar. Cuando hacemos nuestra meditación por los imaginados beneficios o premios que nos traerá, nos disminuye la experiencia directa en el presente. En la vida igual, mientras me apegaba a las fantasías de fama y fortuna en un futuro distante, me quedaba insatisfecho y en un estado constante de agitación, llegando a mi desilusión y apartándome de la práctica del baile. Sin embargo, la práctica misma del baile tiene su valor, como cuando Dogen escribe “hay sólo una cosa – práctica duro, porque esto es la iluminación verdadera.”[1] De igual manera, se disfruta el baile por su práctica en sí, fomentando algo bello surgir por medio de la participación entre el cuerpo, la mente, y el corazón. Cuando de veras esto se manifiesta, el mundo se vuelve una hermosa obra de arte.
Había estudiado el baile por muchos años desde la adolescencia hasta vente tantos años. Después intentando ganar la vida en el mundo de arte y espectáculo, me sentía muy desanimado. Ya había estudiado ballet en varias academias en la ciudad de Nueva York, siempre en medio de profesionales talentosos de todo el mundo. Me comparaba demasiado mi talento a los demás, sintiéndome frustrado en lograr el ideal de perfección. Estuve al punto de perderme el sueño de ser un bailarín profesional. Claro, esta forma de pensar se había creado una brecha, creando opuestos entre perfección/imperfección, bueno/malo, y juicios angustiados obscureciendo mi experiencia directa del baile. Esta brecha era mi autoengaño, mi propio ego diciéndome, “No tienes mucho talento, jamás lograrás su meta, el bailar en sí no es suficiente para satisfacer tus deseos.” Mientras guardaba esta creencia errónea de lo que la mente me dijo, me sentía abatido y descontento con la vida.
No obstante, siempre hay esperanza que se puede despegarse de las ataduras del ego, que se puede tener la experiencia directa de la Verdad. Para mí, esta experiencia llegó bien claro una tarde en la escuela de ballet. Me pasaba por los ejercicios rutinarios de calentamientos, estiramientos, y movimientos de preparación, sin ningún deseo de demostrarme mi valía a nadie. Mi ego pequeño estaba comenzando a apartarse de cualquier expectativa. Hacia el final de la clase, el maestro nos dio una serie de pasos que comenzaron en un rincón del salón de baile y luego serpenteaban diagonalmente al
otro rincón. Los reflejos en los espejos y las miradas de la gente siempre me habían atado antes con dudas, críticas, y juicios, basados en la personalidad pequeña del ego. Pero por alguna razón, esta vez fue diferente. Lo solté todo. No estaba bailando para impresionar a nadie, ni para ganar algo. Estaba en el momento, sólo bailando, nada especial, nada fuera de lo común, sencillo. Pero justo en la sencillez ocurrió la bendición.
Los pasos comienzan. Mi cuerpo se mueve y gira sobre el piso. El piano de cola toca un vals de ritmo alegre alentando mis pasos. La luz del sol entra a raudales por las cortinas translúcidas frente a los ventanales enormes desde el piso al cielo raso. Deslizo sin fuerza, enfocándome en los pasos, sintiendo la música, soltándome al vacío. No comprendo lo que se está pasando. Me dejo bailar, sólo bailar, y justo allí, entro por la puerta de amplitud. Continúo la secuencia de pasos, la música aumenta, llegando a la cima de su punto culminante, mientras doy vuelta, giro, y salto al aire: me siento volando. De repente el momento se extiende hasta la infinidad…el salón desaparece…soy libre…desbordando de felicidad…completo…uno con el universo.
Luego se acabó la secuencia al final del salón. Sabía que algo importante acababa de pasarme, pero no tenía palabras para describirlo. Lo que terminó en un ilusorio momento del tiempo, comenzó la búsqueda de mi vida.
La búsqueda para entender lo que me pasó me llevaba por una vida, dejando el mundo del baile, pasando a un viaje a la India, mudándome a California por estudios doctorales en el campo de psicología transpersonal, y finalmente llegando a México. La búsqueda continuaba por décadas, pero siempre algo me perseguía. Luego, hace un par de años, cuando comencé la práctica del budismo Soto Zen, algo se aclaró. Me di cuenta que siempre había buscado algo fuera de mi, algo extraordinario que me cambiara la vida. Ya he aprendido que la felicidad no se encuentra en un sueño lejano, sino más bien justo aquí en el presente. Se la encuentra en la vida cotidiana en la que todos vivimos.
Dogen aclara este punto muy bien, escribiendo: “El koan aparece naturalmente en la vida cotidiana.”[2] La búsqueda se había comenzado el momento que experimenté lo inefable. No tenía el esquema entonces para comprender lo que pasó. El ego continuaba engañándome con sus promesas incumplidas de deseos, anhelos, y recompensas futuras. No obstante, algo me llamaba. La personalidad pequeña jamás puede entender por completo lo que es la Verdad, siempre juzga, divide, compara, pospone, y crea la brecha de la experiencia llegando a la creencia equivocada que todos somos de alguna forma defectuosos. Cuando por fin terminamos buscando algo externo a nosotros mismos, algo en un futuro distante, algo que se puede obtener o ganar, cuando nos desconectamos de este autoengaño, descubrimos la Verdad esencial siempre presente, nuestra Naturaleza Búdica, la armonía impregnando toda experiencia. No hay ninguna brecha o diferencia entre la meditación sentada y la vida. Cuando nos sentamos, lo hacemos con sencillez. Nos rendimos a ese momento. Nos abrimos al universo. Observamos los pensamientos como pasan por la mente, como bailarines flotando por el salón, se ven, se van, moviéndose, justo en el presente, experimentándolos así el momento se convierte en eternidad.
Muchas veces pasamos por alto el presente buscando el futuro. Vivir aquí y ahora tiene su propio valor. No hace falta convertirlo en algo más. Realizando nuestras actividades diarias, nos damos cuenta de la quietud impregnando todo. La personalidad pequeña comienza a rendirse a esta quietud. La mayoría de nosotros no podemos creer que sea posible. Nos complicamos nuestras vidas y mentes con todo tipo de ataduras y deseos, pensando que estos nos harán felices. Creemos que si podríamos tener un poco más de dinero, o un trabajo ideal, casándonos con la persona perfecta, u obteniendo algo más allá del presente, seríamos entonces felices. O hacemos lo contrario, pensando que si sólo podríamos evitar lo desagradable, evadir la persona que no nos cae bien, escapar el dolor que sentimos, todo sería bien. Pero no funciona así. Nos atrapamos en los mismos patrones de delusiones creyendo que la Nirvana es justo un poco más allá en el futuro, sólo un poco fuera de nuestro alcance. Esta creencia nos liga a nuestro karma y sufrimiento, un ciclo continuo de deseos, acciones, e insatisfacciones. Poco a poco, aprendemos por la meditación sentada, ser aquí y ahora, enfrentando lo que se presenta. Aprendemos experimentar la vida con la misma presencia como cuando nos sentamos. Nada está fuera de nuestra práctica y meditación. En cierto sentido, todos aprendemos a ser mejores bailarines. Quisiéramos bailar, pero no sabemos como.
Este es mi koan, un acertijo espiritual de la vida: ¿Cómo puedo bailar con los demás? Me veo como parte de un equipo, realizando el trabajo en la mejor forma posible según lo que sabemos. Sin embargo, muchas veces bloqueo el paso natural del trabajo. Mi personalidad pequeña quiere tomar todo control del baile, sin consideración del otro bailarín, de sus sentimientos, sus miedos, o su esperanza de mejorarse. Cuando recuerdo bailar según los Preceptos de práctica, el baile se vuelve una invitación a los demás bailar conmigo, a un ritmo basado en armonía, interdependencia, y confianza mutua. Cuando me deshago de mis prejuicios y exigencias, comienzo a bailar con amor y respeto, revelando lo mejor de mí mientras sigo los pasos del día. Comienzo a ver el “baile” del trabajo desde perspectivas frescas. Veo los talentos de otros, sus habilidades de contribuir al bienestar del ambiente laboral. Es como si yo estuviera aprendiendo bailar conjuntamente con los otros. Estoy aprendiendo prestar atención a los otros y sus necesidades, tomando el tiempo de darles apoyo con una palabra amistosa, un gesto considerado, o un pensamiento amable.
A veces guío el baile, otras veces lo sigo. El baile no puede funcionar si todos tratan de guiar a la vez. Algunos aprenden por ejemplo. Nos miran mientras practicamos, llevando a cabo nuestras responsabilidades e interacciones con otros. Este es la práctica continua, aplicando lo Preceptos del Buda como si estuviéramos aprendiendo los pasos de un baile. Eventualmente debemos dejar de pensar racionalmente en los pasos, dejando la presencia de la Verdad emerger y expresarse plenamente por medio del movimiento. Nuestras vidas llegan a ser guiadas, como los pasos coreografiados, diestros y dignos, momento por momento, en el trabajo, en la casa, cocinando, limpiando, conversando con nuestras parejas, resolviendo los desafíos de la vida, cada paso siguiendo el otro con gracia, todo perfecto en su simplicidad: “El koan aparece naturalmente en la vida cotidiana.”[3] Dogen enseña los pasos a una vida equilibrada, la coreografía para liberar nuestra creatividad potencial. De tal manera, nos liberamos, “bailando con las estrellas.”